domingo, 29 de abril de 2007

Un (josé) ángel

No tengo más imagen de él que un rostro en blanco y negro. Una expresión severa y ceñuda, remarcada por unas gafas de pasta y un flequillo lacio, que acentúan todavía más la gravedad de su cara. Me observa fijamente cada vez que abro el libro por la página 52, tan ajeno, tan caído, y pese a la dureza que transmiten sus ojos, no puedo dejar de mirarle frente a frente. Nada aquí, nada del otro lado. Nada. Escamoteo, juego puro de nada.

Ignoro todo de su vida, salvo que nació en Orense (él mismo se llama a veces niño municipal) y que fue profesor en París, en Londres y en Ginebra, donde murió. No dispongo de más datos concretos, ni los quiero buscar, porque me basta con mirarle a los ojos y escuchar su voz de tarde en tarde, mientras cruza un desierto y su secreta desolación sin nombre. Mientras juega con la vida y la muerte narrando el drama de la fragilidad casi en silencio.

A él le pertenece la única poesía que sabría recitar de principio a fin. Entró y se inclinó para besarla porque de ella recibía la fuerza. (La mujer lo miraba sin respuesta). Había un espejo que imitaba la vida vagamente. Se apretó la corbata, el corazón, sorbió un café…, siempre con un estrenecimiento al final. En cada paréntesis. Le pertenecen muchas de mis explicaciones o acaso es que escribía sobre mis dudas y obsesiones. Odio y amo. Amo con demasiado amor. Ahora no sabemos si las palabras es nosotros o éramos nosotros las palabras. La esperanza, el vacío, la verdad, el tiempo. Recoger las cenizas y transformarlas en un verso lúcido.

No sé nada de él y, en cambio, le debo esta tarde de domingo y muchos otros momentos de desolación y resurrección.


Historia sin comienzo ni fin
José Ángel Valente

Podías estar muerta.
A la oscura pasión
sucedió el alba,
a los menudos dientes
la tranquila respiración
del sueño.
Podías estar muerta.
Estabas, sin embargo,
latiendo acompasada,
y podías estar
a cien mil leguas
bajo el mar, a cien
mil leguas bajo la tierra.
Durante la noche te comprendí.
Eras toda rencor y amor
y uñas y cabellos
llamándome.
Te has ido iluminando,
suavemente azul,
bajo mis ojos
y ya no sé quién eres,
cómo te he conocido
ni cuándo ni por qué.
Yo te he llamado. Algo
he tenido de ti
-¿qué ha sido?, dime-.
Ahora estás tendida
bajo mi pensamiento.
No puedes defenderte. No puedes
defenderme.
Has sido el cuerpo del amor.
No sé nada de ti.
Podías estar muerta,
podías ser el cadáver de alguien,
una mujer cualquiera
que encontré en una plaza
para empezar por algo.
Repíteme tu historia.
Oye. No tienes
nombre. El
día ha comenzado. (Un pensamiento
es más cruel, cien veces,
que la muerte).

jueves, 26 de abril de 2007

Sábado Republicano


Je ne regrette rien. J’avance.
Paul Éluard

Supongo que han sido necesarios el tiempo, la distancia y el desapego. La tríade del olvido actuando al unísono para acabar transformando la memoria de una ciudad y provocando una sonrisa de nostalgia, donde antes sólo reposaba una ligera indiferencia. Supongo que, a veces, es necesario alejarse (vivir, conocer, aprender y padecer) y regresar desde otra piel para percibir la importancia de lo vivido. Saber aprovechar el hoy. En cada momento, la suerte que tenemos. No renegar de ella. De los privilegios europeos de clase media.

La tríade del olvido se disuelve siete años después al sol de la calle Guadalquivir, al amparo de tres cervezas frías y un “parlait”, cuando ya no importan ni las tres manos del santo, ni el hastío laboral ni el cambio radical de costumbres. Cuando los recuerdos de algunas personas y otras situaciones nos visten, suman, se integran. Cuando revisito esos recuerdos y sólo puedo sentirme afortunada.

Juan y la plaza de doña Elvira, la guitarra de Fernando sonando al amanecer, Olga y su Café Central, Ángela y la plaza de la Alfalfa, Ángel y la capillita del Carmen. El fervor de la Esperanza de Triana en tres segundos que no llegaron a repetirse, un bicho peludo que aprendió desde entonces y hasta ahora a dormitar sobre mis papeles y a buscar un hueco en mi almohada, el puente de los entusiasmos como prefacio de los ríos y las ciudades que vendrían después. Gastar lo que no se tiene en libros, el día de la gamba y crear un espacio para mis bragas en cajón ajeno. Burlar a la gramática para mostrar los latidos que no lucen pero conforman.

Son recuerdos de piedra y de piel, que se actualizan con nuevos barrios, gentes, olores y vivencias. Que explican lo que soy ahora. En cada momento, la suerte que tengo. El sol que brilla.

Andrómaca



“¿Porqué habría abiertas tantas posibilidades distintas y la vida sería tan extraña y tan variada?”
Clementina – John Cheever


Siete ciudades, once casas (ninguna propia) y un mismo mar Mediterráneo en tres puntos. Otros tantos puentes, muchos jardines y algunos adjetivos. Pintarrajeo un mapa y ésta es la geografía que abarco. Números para un viaje de norte a sur, de costa a costa peninsular. Los cambios son buenos, son buenos o, como mínimo, buscados y/o consentidos.

John Berger dice que “pocas personas cambian el nombre de sus objetivos una vez que los han nombrado” y uno de los míos parece claro. Buscar una raíz. O más bien crearla. Plantarla y alimentarla.

No sé qué hubiera sido de mí si nadie hubiese alterado el significado del pueblo y sus formas, del origen, pero sí sé que, puestos a elegir y una vez que fui obligada a entrar en la ciudad y su ritmo, a adorarla y aborrecerla, a asumir la falta de garantías de cada paso y cada traslado, me quedo con el ímpetu y la energía que desprendo en cada proceso de cambio. Con lo que voy aprendiendo en/de cada nueva situación, escenarios, protagonistas…

Y lo prefiero, no por el efecto deslumbramiento, sino por el puro placer de ir sintiendo la evolución. Cómo se teje la red. Cómo nos vamos implicando, cómo algunas cosas te hacen pensar y reír, preocuparte y avanzar, o simplemente vivir. Cómo algunas personas se van acercando más por un pensamiento en común, un vicio, una ruta o una actitud. (Otras se alejan por idénticos motivos). Lo que nos da miedo y lo que no. Lo que nos motiva. Esa sensación de construcción, que no de remiendo. Usar el gerundio, dure lo que dure. Aguas en movimiento, no estancadas.

No tuve opción de elegir el primer cambio y, a veces, todavía parece que algo de tierra se me ha quedado entre los dientes. Sabe a desarraigo. A no pertenecer a ningún lugar y a muchos a la vez. La pérdida de acentos, su súbita recuperación, las eses que se pierden por el camino… chacho, menina, parlait… Pero, hoy, muchos años después, pienso que aquella imposición se acabó encontrando con una predisposición natural a volar y a sumar elementos. Formas de ver y de entender. Y que las dos y alguna que otra razón (la curiosidad, el aburrimiento, vencer la timidez es un ejercicio, deleitarse con paisajes, encajar los vocabularios, algunos descubrimientos) me impulsan cada cierto tiempo a buscar el cambio. A precipitarlo, si es necesario. A arramblar con todo y cargar la mochila roja con referencias y querencias. A reiniciar el proceso de búsqueda y de adaptación.

La geografía que abarco me ha enseñado que sí, que los cambios son buenos porque el objetivo ha sido nombrado. Que la raíz se agarre, de nuevo, a la tierra.

miércoles, 11 de abril de 2007

Ahijada

Meandro. Porque sí, porque te acaricia los dientes cuando la pronuncias, es acuosa y terrenal. Sinuosa, sea cual sea su medio. Y porque tiene melodía y la canto de vez en cuando.

Cançó a Mahalta
Corren les nostres ànimes com dos rius paral·lels.
Fem el mateix camí sota els mateixos cels.
No podem acostar les nostres vides calmes:
entre els dos hi ha una terra de xiprers i de palmes.
En els meandres grocs de lliris, verds de pau,
sento, com si em seguís, el teu batec suau.
I escolto la teva aigua tremolosa i amiga,
de la font a la mar, la nostra pàtria antiga.

Màrius Torres por Lluís Llach

martes, 3 de abril de 2007

Retazos de primavera

Eugénio de Andrade decía que para ser poeta es necesario saber nombrar los árboles. Las plantas, las flores. Los jacarandás que amanecen con el verano en el Lisboa, seis girasoles, una margarita de hojas impares tatuada en la mano izquierda. Romero…ser en la vida romero, que no te hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo…

Me acuerdo de esa frase muchas mañanas, cuando mis pensamientos se desenredan a orillas del Guadiana con la belleza sencilla y generosa de los árboles que no sé nombrar. La destreza de abrir un erizo con los pies, rosas secas en un piano, el suave roce del azahar, geranios que se desbordan en las ventanas…

No sé sus nombres pero sí lo que me contagian la intensidad de sus colores, el fértil anuncio de la vida contenida en las hojas verdes, en las flores blancas o azul violáceo, el contraste que las estaciones van dejando en cada uno de los árboles del Paseo de Roma. Porque ya no miro a mis pies mientras camino. Flores para María, un clavel en la punta del fusil, la sombra alargada del ciprés, tierra de helecho, tierra de poco provecho...

Ya no miro a mis pies mientras camino porque los árboles y esta luz me obligan a mirar hacia delante, a que cruzar el puente romano se convierta cada día en una metáfora. Lenta pero expresiva. La primavera va entrando en mis ojos y el peso de abril se va desvaneciendo, mientras aprendo a nombrar… chopos, glicinia, madreselva, tierra extrema de olivos, encinas y alcornoques… mientras reaprendo a ‘vivi’… así, sin erre pero con locura. Con un infinito sentimiento de ternura y el sonido rotundo de la risa.

Pienso en Eugénio de Andrade mientras camino. En su poesía, que trazó mi primer camino bilingüe, un puente entre Sevilla y Lisboa, entre la distancia y el reencuentro. E soubemos entao que, mesmo o amor, teria um fim. Talvez naquela noite. Talvez daí a mil anos. Pienso en cómo los árboles, las flores, las plantas forman parte de nuestra vida. En las palabras, en cómo operan los reflejos automáticos, en los ríos, en las ciudades y me reconcilio. Contigo, conmigo, con lo que no se dijo, con lo que no se hizo, con lo que ya sobra decir y hacer. Con la mochila roja, contigo, conmigo. Con el tiempo y los sentimientos. Con los excesos. Ni un puerto seguro ni un tejado rojo.

Ya no miro a mis pies cuando camino porque la fuerza de la naturaleza me obliga a mirar hacia arriba, hacia delante, hacia la otra orilla y sonrío cuando descubro que crece romero en este meandro del Guadiana y que a él sí sé nombrarlo. Reconocer su olor y pronosticar su sabor en las yemas de mis dedos y en el corazón.

Ser en la vida romero,
romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos.
Ser en la vida romero,
sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo.
Ser en la vida romero... romero..., sólo romero.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez solo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos,
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.
La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto en los dedos,
decía el príncipe Hamlet, viendo
cómo cavaba una fosa y cantaba al mismo tiempo
un sepulturero.
No sabiendo los oficios, los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos
como debemos,
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero.
Un día todos sabemos
hacer justicia.Tan bien como el rey hebreo,
lo hizo Sancho el escudero y el villano Pedro Crespo.
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo.
Pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero.
Sensibles a todo viento
y bajo todos los cielos,
poetas, nunca cantemos
la vida de un mismo pueblo,
ni la flor de un solo huerto.

Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.
Romero solo
León Felipe