Hace un año que mi cerebro está limpio de esa mierda: “Llego a casa harto de currar y lo que menos quiero es pensar. Enciendo la tele y a inyectar mierda pa’l cerebro”, alguien dixit.
Ahora sé que no. Que, al menos, esa droga ya no la necesito. La sustituyo por música, libros y películas. De ese silencio ha nacido otra forma de mirar. Documentales y ensayos. Chantal Maillard, Yasmina Reza, Murakami, Mozambique, Susan Sontag, John Berger siempre, Jack Johnson, Nina Simone, el flamenco y la ópera. Sustituyo la tele por observar cómo juegan el aceite y el vinagre, cómo se reflejan los cuerpos en la botella del agua, conversaciones de horas.
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En este tiempo, me hice socia de la biblioteca, me inscribí en un curso a distancia, empecé Tai Chi Chuan y rellené páginas y páginas contra la tristeza y sobre nuevas alegrías. Construí un mural en la puerta de la nevera con entradas de exposiciones, obras de teatro y conciertos; el último, el de la Orquesta Sinfónica de Berlín. Recortes de periódicos, billetes de avión, fotografías. Canté y canté. Berreé hasta levantar los brazos. Leí los libros que aguardaban desde hacía años. Pero, sobre todo, he conseguido soportar el silencio, sin ruidos ni interferencias.
Foto: Roo Reynolds / Flickr