No me hace falta escarbar mucho en la memoria para saber porqué llego a una aldea como Trevejo y me dan ganas de saludar al panadero como si lo hubiera visto hace dos días, como si lo conociera de toda la vida.
Porqué me visualizo comprando magdalenas recién hechas, abriendo la puerta de casa, besando a los abuelos y ayudando a poner la mesa mientras se van contando las incidencias climatológicas de la semana en el campo.
En esa imagen es domingo y hay niños correteando. Quieren ver los conejos, bajar al curro, ordeñar las vacas. En esa imagen ¿porqué no? yo soy el abuelo.
Trevejo es como San Mamed, la aldea gallega en la que están enterradas las raíces más profundas de mi familia y también las historias más truculentas. Las aventuras más arriesgadas de la infancia. Es la distancia existente entre fuera-dentro. O eres de allí o eres de lo que te vas.
Hace 24 años que vivo intoxicada por la ciudad pero cada vez que llego a un sitio como Trevejo imagino que no, que no nos fuímos. Que hay un yo, una de las múltiples, que no conoce más que lo que ve y que no quiere más que lo que tiene.
viernes, 11 de marzo de 2011
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1 comentario:
'que no conoce más que lo ve y que no quiere más que lo que tiene'. Me suena a reposo de espíritu, ese que casi nunca tengo porque siempre pienso que me estoy anquilosando sin ver todo lo que hay por ver, sin vivir todo lo que hay por vivir...
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