martes, 3 de mayo de 2011

En Re Mayor

Después de haber pasado todo el fin de semana sin más televisión que un documental sobre Chernóbil, sin radio, internet o redes sociales, llegué a Mérida y la tarde del domingo se me fue reorganizando los libros para ganar espacio.

Se me fueron las horas imaginando que era un extraño el que tenía que leer mi vida a través de esos libros. De los párrafos subrayados, de las dedicatorias o de los textos escritos a mano en los “Crímenes ejemplares” de Max Aub, por poner un ejemplo.

Como si ese ser desconocido aniquilase identidades y borrar la mía fuese su próxima misión pero, antes, decidiese curiosear un poco.

Con o sin juegos, se me fueron las horas leyéndome por dentro y por fuera, ordenándome por dentro y por fuera.

POR FUERA

La poesía la prefiero por impulso. Es más una intuición que una referencia concreta. Y, por eso, no tiene ningún orden. Mejor así.

Las novelas están organizadas por procedencia y por orden alfabético. En español, la A de Atxaga, la B de Benedetti, Bolaño y Borges; la G de García Márquez y Galeano, la S de Sabato y Semprún, la V de Vargas Llosa y Vila-Matas.

En la estantería de la derecha, los libros de aquel viaje por la memoria y la guerra civil.

Después, los extranjeros. La A de Auster, la B de John Berger. Homero al lado de Horbny, Houllebecq y Huxley. La K de Kapuscinski, la M de Mankell, Márai, Mréjen y Haruki Murakami, la ene de Amélie Nothom y la erre de Jasmina Reza.

POR DENTRO

El simple acto de ordenar los libros hizo de aquél un buen domingo de viaje e imaginación. Tocarlos, abrirlos, olisquearlos, limpiarles el polvo acumulado, ver cómo las páginas se van arrugando conmigo, poner en la lista de “urgente” alguna relectura.

Pensé que con los libros, como con casi todo en la vida, funciono a golpe de creencia. ¿Por qué no decirlo? De obsesión.

Me muevo por la confianza en el placer del descubrimiento, del aprendizaje, de la curiosidad, del desafío, del acompañamiento, del consuelo. Y sé que lo que alguna vez hizo que me moviera, sigue siendo capaz, mucho tiempo después, de conmoverme. Que aquello sigue arraigado en alguna parte ¿del estómago?


Así que, cuando por fin me senté a cenar, entre los viejos amigos, invité a Ernesto Sabato a compartir la sopa de pollo y verduras que había recalentado porque quería reconocerme en aquella búsqueda juvenil de conciencia social. De respeto por la literatura con MAYÚSCULAS.

AYER - HOY

"Antes del fin" fue un regalo de Vicente, mi jefe en la ONG “Tierra de hombres”. Está fechado en Valencia, en 1999.

Está subrayado a conciencia. Porque, entonces, yo estaba muy perdida y a él, con ochenta y algo años, no le importaba reconocer su poca memoria (así sabía que recordaba lo que merecía la pena), su tendencia a la desdicha (del afán de superar los momentos críticos surgen certezas reafirmantes), sus dudas entre la ciencia y la creación (que le hicieron físico nuclear, novelista, ensayista, hombre sabio y pintor).

Cómo había descreído del sistema comunista pero no de la lucha por un mundo mejor (como los anarquistas, en el mejor sentido de la palabra) y cómo, si había algo que no se tragaba, era el neoliberalismo (eso de libertad tiene poco, decía) ni cómo la tecnología estaba ocupando nuestras vidas. Y cómo había leído siempre guiado por la voracidad de encontrar respuestas ante ciertos impulsos vitales que, cuando llegan, no sabemos cómo interpretar porque nos rompen.

Cené con él y lo volví a escuchar atentamente. Acabé preguntándole: ¿cómo es posible que hayan pasado 12 años y no hayamos hecho nada, que estemos todavía peor?

Se encogió de hombros, como si esa ya no fuese su película, y, antes de irse, me recordó:

La literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma –quizás la más completa y profunda- de examinar la condición humana”.
//
Es inadmisible abandonarse tranquilamente a la idea de que el mundo superará sin más la crisis que atraviesa

Sólo cuando salió por la puerta, al cerrar las páginas, al guardarlo en la segunda estantería de la izquierda por abajo, entre su “El túnel” y “La sonrisa etrusca” de José Luis Sampedro, volví al mundo real.

Fue entonces cuando llamé a G. para contarle lo que me había pasado y fue él quién me dio la noticia.

Ernesto Sabato murió el sábado, 30 de abril, a los 99 años, en Santos Lugares (Argentina)

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