martes, 13 de septiembre de 2011

ingravidez

Formo parte de una generación para la que nuestros padres soñaron una vida completamente diferente a la que ellos habían tenido.

Nada de las exigencias del campo ni de las limitaciones del entorno, sino las oportunidades urbanas, la universidad, un futuro asegurado.


Mi bisabuelo hizo la guerra de Cuba y volvió de allí, entre otras, con una enfermedad venérea. A mis abuelos les tocó la Guerra Civil y Gerardo solía decir que la educación era el único patrimonio que podría dejar a sus hijos.

Mi madre trabajó en una fábrica de buñuelos en Suiza y mi padre, creció siendo pastor. Consiguió emplearse en una gasolinera y, después, como recadero en un Banco. De allí ya no salió hasta treinta y cinco años después, directo a la prejubilación.

Mi familia construyó su casa con sus propias manos y, en un momento dado, hizo las maletas pensando en la prosperidad.

¿Y yo?

Desde niña, tuve la oportunidad de ir a clases de tenis con Manolo, de piano en distintos conservatorios y estudié en la privada, aunque saliese de allí sin saber quiénes eran Chomsky, Kapuscinski o Ramonet.

Aprender… aprendí que, si quieres algo, tienes que pagarlo pero no acabo de entender cómo tantas cosas tienen un precio desorbitado cuando ocupan un lugar secundario en esta historia.

Hoy, cuando el presente tiembla bajo nuestros pies y nadie se atreve a hacer un vaticinio sobre el futuro, sigo flotando en una especie de ingravidez.

No paro de preguntarme qué se ha quedado atrapado entre lo que ellos fueron y lo que estamos siendo.


Qué ganamos y qué perdimos con aquel salto generacional.

Qué se concentra en ese pulso entre unas formas de vida que interrumpimos en nombre del progreso y, otras, que no acabo de comprender ni me da la gana de asimilar.

Fotos: Reitoral de Chandrexa

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