Siempre me ha gustado atravesar los puentes, esos territorios fronterizos entre dos partes de lo mismo que, sin embargo, suelen ser tan distintas.
El paso se agiliza y el pensamiento se vuelve más lúcido.
Si, por ejemplo, el puente romano de Mérida pudiese hablar, hablaría de cómo las espirales se deshacen estirando del hilo por la pregunta más evidente. O de cómo la conversación fluye cuando nos protege un mismo paraguas.
Por eso, me gustaría quedarme prendida en el gerundio de cada uno de ellos. Atravesando el puente. En ese movimiento perpetuo entre dos mitades de un todo un tanto desordenado y caótico.
Foto: Puente Romano de Vilariño Frio (Ourense)
jueves, 15 de septiembre de 2011
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