Antes que me engulla el otoño, quiero dejar constancia del silencio reverencial que impone la Acrópolis de Atenas vista desde la terraza del Central al anochecer, cuando se van encendiendo las lucecitas que diseñó un tal Pierre Bideau. Brindo por él y por los excesos de Pericles.
Quiero anotar que, a pesar de mi desorientación y del desorden de Atenas, conseguimos llegar a Epidauro y a Nauplia, volver de Delfos pese a los intentos suicidas del conductor de autobús. Que merece la pena llegar hasta lo que sólo existe en tu mente porque es allí donde encuentra garantía de supervivencia. Que no hay pregunta sin respuesta, si eso es lo que estás buscando.
Que la felicidad tiene, a veces, forma de desayuno en la terraza de Beatrice, rodeada de un gato pelirrojo reumático y otro demasiado travieso. Otras, se transforma en piedra caliza, en el concepto “later”, en azul, en tu perfil, en una teoría sobre el Sur y cómo el sol abre los poros de la piel y la predisposición. Que hay un entusiasmo casi infantil en flotar en las aguas del Egeo viendo perfectamente cómo aletean tus pies. Que no voy a olvidar la sensación de regreso a un lugar en el que no había estado antes.
Que me gustan los motivos y las referencias pero las razones, a veces, suelen llegar a posteriori. Porque en este viaje griego Patmos fue, en realidad, el destino, aunque el destino no siempre juegue de tu parte ni se ofrezca en la primera mirada.
lunes, 21 de septiembre de 2009
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