martes, 20 de septiembre de 2011

... pero eso es otra historia

Remuevo un poco la pasta con una cuchara de madera para que no se pegue al fondo de la olla mientras mi mente va dictando:

“Mis padres habían llegado a ese acuerdo cuando yo nací, así que nunca sentí la necesidad de acostumbrarme porque aquella regla de convivencia no escrita formaba parte del orden natural de las cosas

El otro día me contaron una historia que podría empezar así.

Habla de un matrimonio que llega a un pacto de convivencia cuando nace su primer hijo: ella se ocupa del bebé de lunes a viernes, mientras él invierte la mayor parte de sus horas en una multinacional.

Los fines de semana se intercambian los papeles. El tiempo de ella vuelve a sus manos mientras que la responsabilidad del pequeño pasa, en exclusiva, a él.


Ese reparto gira en mi cabeza al mismo ritmo que la pasta con la que hoy voy a hacer una ensalada y, mientras manoseo los trocitos de cazón para acostumbrarme a la textura del pescado antes de embadurnarlo de harina, sigo pensando en el detalle que la hace especial.

Y es que él, muchos domingos, en vez de pasear con el carro por las avenidas de Madrid o por el Retiro, se lleva al niño al Museo del Prado. Y allí, entre la época negra de Goya, “Las meninas” de Velázquez, el lapislázuli de “El descendimiento” de Rogier Van der Weyden y la monja con cuerpo de cerdo de El Bosco, pasan sus horas el padre y el hijo.

Semana tras semana. Mes tras mes. ¿Año tras año?


Lo que me gusta de esta historia es el cerebro del niño, cómo irá asimilando colores, formas, figuras, escenas, historias, normas, costumbres, relaciones, conceptos…

Mientras mis manos preparan la ensalada y el cazón en adobo, sigo buscando en mi mente las palabras para contarla.

1 comentario:

sara dijo...

Sí?
Te echaba de menos