jueves, 3 de mayo de 2007

Apeadero

Me lo quedé todo o casi todo. No por negociación o por imposición, sino por dejadez. Porque no quisiste llevártelo, por las prisas, la vigilancia o porque, sencillamente, no cabía en tu vida. (El límite entre el egoísmo y la generosidad es demasiado voluble cuando se trata de reacciones tan primarias).
Te dejaste el mapa de África, que sigo mirando cada mañana como un símbolo del camino que no debíamos recorrer juntos y que yo aún quiero desvelar. El gato es perpetuo, lo más bonito que hemos sido capaces de generar. El Quijote se lo regalé a Olga, la bandera del Che y la gorra de Cuba a la basura; la mesa de ping-pong a quien, sin duda, sabrá aprovecharla mejor y tus cuadros se los quiso quedar Catarina. Me jodió la bandera republicana (pero eso es un sentimiento, una idea y un color que sobrevive sin nosotros), el fusil con clavel y los huecos vacíos. Me siguen doliendo algunas músicas y el sonido de las llaves en la puerta porque no consigo escucharlos sin dar un respingo.
Pero lo he dicho ya tres veces, citando a Borges, y lo he pensado muchas más. Los objetos ignoran las ausencias. Más si son fotos, que pueden llegar a sangrar. Así que, mi querido juez, te las cedo. Todas tuyas. No quiero que me duelas ni que me dañes. La memoria está construida de un material mucho más sensible que tu sentencia y mis recuerdos son mi único patrimonio. Y ahí no, sobre eso ni puedes decidir ni estirar más fuerte.

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